Interpretado por Adam Driver, César Catilina es simplemente el mismísimo Coppola. Y el título Megalópolis y "Megalópolis" como película se supone que salvan un mundo en crisis. En la película lo consigue, pero qué más da, si la propia película no lo consigue en absoluto.
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Si Megalópolis en sí no hubiera resultado una película tan memoriosamente cascarrabias, lo que probablemente recordaríamos de ella por encima de todo es el enorme percance que acompañó a su campaña promocional. Quizás esto diga todo lo que hay que decir sobre la que probablemente sea la última película de Francis Ford Coppola.
Recordemos: en agosto, la distribuidora de la película, Lionsgate, lanzó un tráiler que comenzaba con citas de supuestas críticas de anteriores películas de Coppola, atribuidas a nombres conocidos de la crítica cinematográfica en lengua inglesa. Extractos de críticas como El Padrino y El Apocalipsis Now -en las que se acusaba a las películas de "vacuidad" artística y "complacencia" por parte del director- se decía que ilustraban el vanguardismo de Coppola, esquivo para los críticos encerrados en el presente de sus gustos.
"¡Mira, todas las películas más destacadas los críticos tampoco las entendieron en su estreno!". - en el ambiente de malas primeras críticas de Megalópolis que se había creado en previsión del estreno de la película, esto fue toda una bravuconada de estrategia promocional. El problema es que la mayoría de las citas resultaron ser.... completamente inventadas o atribuidas a películas equivocadas. El culpable de este enorme desliz resultó ser un empleado de marketing de Lionsgate que encargó a uno de los chatbots de inteligencia artificial que buscara críticas negativas de las películas de Coppola. La ingobernable IA inventó y mezcló las citas.
La noción de que, en el caso de la recepción de Megalópolis sólo el tiempo está del lado del director ridiculizado es quizá la única línea de defensa posible para esta película excepcionalmente fallida. En ella, Coppola se ha embarcado en un experimento para dar rienda suelta a todo lo que hay en su propio ego creativo. El resultado es que el director parece defenderse de las inevitables críticas con la propia premisa de la historia.
No en vano, su protagonista, mitad arquitecto, mitad superhéroe Marvel, César Catilina (Adam Driver), posee el poder de detener el tiempo además de su increíble intelecto y erudición. Gracias a ello, alcanza el apogeo de sus poderes creativos, que le permiten literalmente (en realidad, este adjetivo debería ser redundante en el resto de esta reseña, porque en esta película todo es literal) crear la realidad a su antojo.
Catilina es, por supuesto, simplemente el propio Coppola. Y se supone que el título Megalópolis y Megalópolis como película salvan un mundo en crisis. La película lo consigue, pero qué más da, si la propia película no lo consigue en absoluto.
El terremoto como clave
El poder sobre el tiempo no es el único superpoder de Catilina. También es el inventor del megalone, un innovador material de construcción con extraordinarias propiedades tecnológicas. El mundo de Megalópolis es un universo de ciencia ficción en toda regla, pero Coppola no está muy interesado en introducir al espectador en este mundo ni en explicar sus muchos y oscuros aspectos técnicos. Hay que admitir que es una lástima, porque la construcción del mundo es, inesperadamente, el punto más fuerte.
La mejor forma de comparar Megalópolis es con una mala adaptación de un libro que, tras ver la propia película, parece valer la pena para aquellos que no están familiarizados con el original. El problema es que aquí no hay original. Es como si el propio ego de Coppola hubiera eclipsado las pocas chispas de ideas interesantes que había en algún lugar al principio de montar todo el proyecto.
La historia se sitúa en Nueva Roma, que es una ciudad de Estados Unidos, pero en realidad una República Romana en decadencia tras un cambio de imagen retrofuturista. Como cualquier macho alfa moderno y conservador, Coppola piensa en la antigua Roma todo el tiempo, y en ningún momento nos priva del dudoso placer erudito de leer referencias directas a acontecimientos pasados.
El punto de partida mismo de la historia es una especie de adaptación de los acontecimientos del año 63 a.C., a saber, la conspiración de Lucio Catilina, un político romano marginado que desafió a uno de los cónsules de la República romana, Cicerón. En la película de Coppola, el papel lo interpreta Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito), primero fiscal del distrito y luego alcalde de Nueva Roma. Es entre el idealista pero antisocial e incomprendido Catilina, que representa al fracasado establishment del imperio de Cicerón, y el poderoso banquero Hamilton Craso (Jon Voight) -y su mimado hijo, que maneja como político bonachón un elemento de populismo socialmente improductivo (Shia LaBeouf)- donde se desarrolla el fastidioso rifirrafe argumental de Megalópolis.
Agitación es la palabra clave, porque ésta es una película que, a nivel de descripción, dibuja en la imaginación el horizonte de una partida de ajedrez político shakesperiano a varios niveles, pero que en la práctica lucha por construir fundamentalmente cualquier ritmo o introducir siquiera un mínimo de tensión. Gran parte de ello se debe a la reducción del conflicto principal a una disputa por una mujer: Julia, la hija de Cicerón, con la que Catilina entabla una relación en contra de los deseos de su padre.
Como todo abuelo sexista del Nuevo Hollywood, Coppola cree que los asuntos de mayor importancia -la política, la ética, la antigua Roma- son la disciplina de medir los egos masculinos de unos y otros en centímetros y millones. Pero también cree que el mayor trofeo del ego masculino es ganar la guerra a una mujer.
Es la mezcla perfecta entre abuelo y chovinista, en la que sólo los hombres "existen" (en un sentido subjetivo), y por algún milagro todavía es posible ser sexista - porque todo se juega "para esas nenas" de todos modos. Después de todo, ¿qué es un verdadero macho alfa sin su musa?
Para este papel, Coppola eligió a la improbablemente sosa Nathalie Emmanuel, conocida por su papel de Missandei en Juego de Tronos. En la serie de HBO, Emmanuel era un helecho igual de incoloro que la conciencia genocida en la que se convirtió Danerys Targaryan al final. En Megalópolis, su función es esencialmente un recurso argumental para desbloquear la libido de César Catilina, tanto en el sentido de poderes superheroicos (sólo cuando el arquitecto conoce a la hija de Cicerón recupera su capacidad bloqueada de detener el tiempo) como más literalmente. Julia se queda rápidamente embarazada de él y es por la hija que tienen en común que la crisis de Nueva Roma se resuelve por fin y se construye un mañana mejor.
El personaje de Julia se contrapone al antagonista secundario Wow Platinum, interpretado por la actriz millennial post-irónica más destacada de Hollywood, Aubrey Plaza, más conocida por su papel en la sitcom Parks and Recreation. Plaza es quizá lo mejor de Megalópolis, ya que es la única del reparto que parece consciente del circo de abuelos en el que está participando. Pronunciando, con el desapasionado sarcasmo que la caracteriza, frases como "tú eres un puto anal y yo un puto oral", dota a sus escenas de una energía de la que, a pesar de su sobrecarga visual, carecen terriblemente.
Neurotipia visual de Lucas
Y, efectivamente, la película está visualmente sobrecargada, sólo que es una pena que a nivel de sensaciones y emociones no lo parezca en absoluto. Si en torno al estreno de Megalópolis viste memes en las redes sociales comparando la película con, por ejemplo, las precuelas de Star Wars, entonces ya has leído su mejor crítica posible. A veces resulta demasiado increíble la exactitud con la que se puede describir la bizarra estética y el tono de Megalópolis precisamente de la space opera más neuroatípica de la historia del género, que George Lucas presentó al mundo en tres actos hace más de 20 años (y especialmente en El ataque de los clones y La venganza de los Sith).
Las similitudes son, por supuesto, a nivel visual - a nivel de la paleta de colores, el diseño del mundo (Nueva Roma realmente parece una versión arcaica de Corsuscant), a nivel de la textura de la imagen demasiado fetichistamente digital, el trabajo de cámara. Visualmente, hay más asociaciones: una Lana Wachowski contemporánea y caótica, escenas de juegos de aventuras en primera persona de los años 90, Zack Snyder con sus parodias hipercómicas de los mitos o un diseño interior sacado directamente de la Torre Trump.
Al igual que Lucas, Coppola construye un mundo bastante interesante sólo para contar su historia a través del melodrama exagerado de un pequeño grupo de personajes, metidos en escenas de diálogo que parecen grafitis. En la gran epopeya Megalópolis sobre el colapso de la civilización, por ejemplo, vemos caer un satélite sobre una gran metrópolis, y seguimos teniendo la impresión de que en realidad no está pasando gran cosa aparte de las conversaciones. A veces es difícil entender cómo este gran batiburrillo de atractivos visuales y dramáticos - kitsch pero interesante desde un punto de vista crítico - resulta tedioso y monótono en movimiento.
Un triunfo del ego y un desastre artístico
En una entrevista de promoción de la película, Coppola coincide con el presentador de la entrevista en que los críticos no entienden la película porque está "en una clave diferente" a la del cine mainstream. Siguiendo con una metáfora musical, se podría decir que el problema es otro: Megalópolis se toca con unas cuantas notas altas iguales, que, sin nada entre medias, se vuelven imposiblemente monótonas. Al escuchar otra escena en la que los personajes hojean densas citas de Marco Aurelio, más que desconcierto intelectual me asaltó la duda de si los actores tenían alguna idea de lo que estaban hablando. Las frases trascendentales sobre el futuro de la civilización se transmiten en escenas con la torpeza plástica de las series de Netflix.
La película es también irritantemente impolítica. Termina con un final feliz de pacotilla que en realidad no tiene ningún sentido, excepto el que se grita en el patético discurso de Catilina, sacado directamente del guión dramático más convencional de Hollywood. De hecho, todo el apuntalamiento intelectual arquitectónico-fantástico de la historia, que sugiere alguna profundidad estructural y abstracta de la crisis política a la que tiene acceso el genio-salvador de Catilina, resulta ser completamente innecesario. Se produce una Megalópolis utópica, mientras las élites resuelven viejas disputas y arreglan rencores entre ellas. Difícilmente una visión inspiradora para reparar el mundo.
Sin embargo, quizá el mayor fracaso de Megalópolis es la conclusión de que el triunfo absoluto del ego de Coppola, que creó la película contra todas las limitaciones materiales (y gastó 100 millones de dólares de su propio dinero en su producción), es responsable del desastre artístico de la película. El cine es, desde el punto de vista del ego del cineasta, la más difícil de las artes, porque, debido al coste de producción y a la naturaleza colaborativa de la realización cinematográfica, es la más difícil de crear algo que corresponda a la visión singular de un solo autor.
La propia historia de Megalópolis, por otra parte, trata de cómo, si lo haces bien, tienes una obra maestra, una culminación de genio. Pero el resultado muestra más bien lo contrario. Gastarse una enorme fortuna para hacer una película que sólo queda bien en la mente del cineasta puede que no sea la peor forma de despilfarrar una fortuna en los tiempos modernos -pero dados los méritos artísticos de la película, la desheredación de los niños probablemente quedará como el único logro de Coppola en la etapa final de su carrera. Siempre es algo, pero el director de Apocalypse Now merecía, no obstante, un final mejor.
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