El gabinete de Michel Barnier, formado en septiembre, no sobrevivió hasta finales de año, perdiendo un voto de confianza apenas tres meses después del nombramiento del conservador como Primer Ministro. Se trata de un mandato récord, y el sucesor de Barnier (sea quien sea) no encontrará condiciones más favorables. Es probable que Francia se enfrente a más meses de inestabilidad política.
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A principios de septiembre, Emmanuel Macron confió la cartera de primer ministro al experimentado Barnier, y éste presentó a finales de mes los nombres de sus ministros, extraídos del centro y la derecha. El nuevo Gobierno era minoritario y se enfrentó inmediatamente a una moción de censura, tras una iniciativa del Nuevo Frente Popular (NFP), coalición de izquierdas que quedó primera en las elecciones de julio.
Barnier sobrevivió sólo gracias al apoyo tácito de los nacionalistas de la Unidad Nacional (RN). La formación de Marine Le Pen se había aliado informalmente con los macronistas, esperando a cambio una dura política antiinmigración y una serie de concesiones por parte del Gobierno de Barnier. Como acaba de resultar, esta coalición improvisada no superó su primera prueba seria: la votación del presupuesto para 2025.
El presupuesto que dividió al Parlamento francés
La ya precaria situación del Gobierno en minoría de Barnier se ha complicado aún más por el hecho de que Francia se enfrenta a un déficit presupuestario excepcionalmente alto el próximo año, que se prevé que alcance alrededor del 6% del PIB. Cada uno de los tres bloques parlamentarios propone una solución diferente al problema: la izquierda pide subir los impuestos a los ricos, los liberales hablan sobre todo de recortes presupuestarios y los nacionalistas oscilan entre estas opciones, criticando por un lado las subidas de impuestos y oponiéndose por otro a los recortes, a menos que afectaran a la burocracia y a los inmigrantes. Según los políticos de RN, reducir el número de burócratas y privar a los inmigrantes del derecho a la asistencia médica taparían el agujero presupuestario, en lo que algunos verán una buena dosis de optimismo, otros de demagogia.
Al final, el Ministerio de Hacienda intentó dar cabida a varias ideas y previó al menos un aumento temporal de los impuestos para los ciudadanos más ricos, pero la receta principal iba a ser la tradicional apretarse el cinturón, con reducciones del gasto en servicios públicos y subidas de los precios de la energía que afectarían sobre todo a los bolsillos de los más pobres. Por tanto, Barnier no podía contar con el apoyo de la izquierda, aunque lo sabía desde el principio y la bancada presidencial, junto con los diputados de RN, no dudó en rechazar las enmiendas del CCN, que aliviaban las nuevas cargas de la mayoría de los ciudadanos, a costa de los franceses más ricos y de las multinacionales.
Un problema más grave era el descontento de los nacionalistas, que consideraban insuficientes las concesiones de Barnier. El gobierno conservador-liberal no iba a renunciar a la subida de las tarifas energéticas ni a mejorar la valorización de las pensiones. Pero, además, privar a los inmigrantes de sus derechos constitucionalmente garantizados habría sido ir demasiado lejos para los diputados centristas de la coalición gubernamental. Por tanto, había poco margen para llegar a un acuerdo con RN.
90 días de Barnier y basta
Consciente de la casi segura derrota en la votación de la propuesta presupuestaria, Barnier echó mano, como último recurso, del (in)famoso artículo 49.3 de la Constitución, que permite impulsar la legislación sin contar con el Parlamento. Esta estratagema ha funcionado con fiabilidad en los últimos años y fue utilizada excepcionalmente a menudo por los predecesores de Barnier, Elisabeth Borne y Gabriel Attal. Esta vez, sin embargo, la posición del Gobierno resultó demasiado débil para sobrevivir a una moción de censura, que en este procedimiento es la única forma de impedir que la ley entre en vigor.
331 de los 577 diputados de la Asamblea Nacional votaron a favor de rechazar el presupuesto y, al mismo tiempo, destituir a Barnier. Es sólo la segunda caída de un gobierno como consecuencia de un voto de censura en la historia de la V República: la anterior víctima de este procedimiento fue Georges Pompidou en 1962. En 1962, es decir, en la realidad de un nuevo régimen político aún sin ataduras y justo después del final de la brutal guerra de Argelia. Esto demuestra la magnitud del fracaso de Emmanuel Macron, que en los últimos meses ha sumido a la república en un caos durante décadas casi inimaginable, si se tiene en cuenta la existencia de mecanismos sistémicos que refuerzan al ejecutivo precisamente para prevenir este tipo de situaciones. Por si fuera poco, el gobierno de Barnier sólo duró 90 días, un récord infame.
Tras la derrota de RN en las elecciones legislativas -o al menos una decepción importante, porque aunque los nacionalistas obtuvieron el mejor resultado de su historia, esperaban más tras su triunfo en las euroelecciones-, a veces se habló de la genialidad de Macron para despistar a Le Pen con un gambito inesperado, permitiendo al frente republicano contrarrestar la ofensiva de la extrema derecha. Ahora, sin embargo, el rey está desnudo. Solo como nunca, con su propio campo político reprochándole haber sumido a Francia en la crisis política más profunda de su historia reciente con su arriesgada decisión.
¿Quién tomará cartas en el asunto?
En virtud de lo dispuesto en la Constitución de la V República, es imposible resolver el estancamiento actual ordenando nuevas elecciones anticipadas. Macron sólo podrá recurrir a esta medida un año después de la anterior disolución del Parlamento, es decir, en junio del año que viene. Para entonces, otros dos primeros ministros habrán pasado por el palacio de Matignon, siempre que sus gabinetes tengan una duración similar a la del último. Por supuesto, el bando presidencial preferiría evitarlo y ya ha comenzado una bolsa de nombres con posibles sucesores de Barnier, pero ninguno garantiza mucho éxito.
Macron podría echar mano de otro veterano como el centrista François Bayrou, pero Barnier ya ha demostrado que la experiencia por sí sola no basta. Los siguientes en la lista son los dos responsables del Ministerio del Interior, el actual y su predecesor, Bruno Retailleau y Gérald Darmanin, respectivamente. Ambos son conocidos por su línea dura contra la inmigración, por lo que sería un guiño a los nacionalistas. La cuestión es hasta qué punto el ala centrista de los macronistas está dispuesta a hacer concesiones. Para ellos, tender la mano al centro-izquierda mediante el nombramiento del ex primer ministro socialista Bernard Cazeneuve sería una alternativa mejor, pero haría falta prácticamente todo el CCN para alcanzar una mayoría parlamentaria, y éste exige la cartera de primer ministro para Lucie Castets, con lo que el presidente a su vez no está de acuerdo.
En consecuencia, ni una coalición de gobierno estable ni una solución sencilla a la crisis en curso se vislumbran en el horizonte político de Francia. En teoría, Macron podría nombrar de nuevo a Barnier para el cargo y hacerlo hasta el final, mientras gobierna mediante decretos improvisados, pero esto tiene sus limitaciones. La opción nuclear sería recurrir al artículo 16 de la Constitución francesa, que otorga al presidente poderes excepcionales en una situación de crisis institucional -sobre la base de los cuales Macron tendría la posibilidad de imponer, por ejemplo, una ley presupuestaria para el año siguiente, pero sin duda esto se encontraría con una enorme resistencia política y social, por no decir pomposamente: revolución.
Por el contrario, la solución sugerida a Macron por algunos opositores es dimitir y ordenar unas elecciones presidenciales anticipadas. La última vez que se produjo una situación semejante fue en 1969, cuando dimitió Charles De Gaulle. Es difícil esperar un paso así por parte de Macron, pero no es imposible un escenario en el que la oposición intente forzarlo destituyendo sistemáticamente a los sucesivos designados presidenciales para el puesto de primer ministro. Eso, si es que hay algún interesado en el puesto más caliente de la política francesa.